Entre el dédalo de laberínticas callejuelas del barrio judío de Marrakech, la Mellah, surge una digresión urbanística, una asincronía espacial en el flujo desordenado de motocicletas, tenderetes y humanidad que caracteriza casi cualquier rincón de la medina imperial. Se trata de un palacio. Pero no un palacio cualquiera. Sino del palacio más hermoso y rutilante de la ciudad, pues a la más hermosa y rutilante concubina del harén fue dedicado. O al menos eso es lo que narran con confiada certeza los guías turísticos que conducen nutridos grupos de turistas con la mirada prendida en el hipnótico artesonado de los techos o en la aritmética simetría de los azulejos que da sentido a la expresión latina de horror vacui.

El íntimo esplendor del Palacio de la Bahia se debe a casi medio siglo de construcción en dos etapas a cargo de dos personajes ya olvidados por la historia que, no obstante, desempeñaron una labor trascendental en el Marruecos de la segunda mitad del siglo XIX. No eran reyes ni sultanes, ni siquiera tenían ascendencia noble a la que aferrarse y sus orígenes estaban muy lejos del linaje alaouita (de hecho, eran negros y de familia de esclavos), aún así asesoraron (y regentaron) en calidad de visires a tres generaciones de monarcas marroquíes.
Padre e hijo, con la fruición propia de quien recibe una riqueza y un poder sobrevenidos, no dudaron en exhibir el lustre de una posición alcanzada con astucia y perseverancia, y para ello idearon el palacio más suntuoso de Marrakech. Tanto es así que, más de un siglo después y desprovisto de su mobiliario original, continúa suscitando la fascinación de quien recorre cada una de sus estancias y patios, como transportado a una sugestiva desviación temporal en la que se intuye a tientas la atmósfera sensual y a la vez decadente de sus días de gloria.
La primera fase de construcción del Palacio de la Bahia, por entonces conocido como Dar Si Moussa en honor a su promotor, se llevó a cabo desde 1859 a 1873, años que comprenden el sultanato del alaouita Mohammed IV. Como Gran Visir de Marruecos durante todo este tiempo, podemos imaginar la envidiable salud económica de la que Si Moussa gozó, suficiente como para levantar un monumento doméstico a la megalomanía en pleno corazón de la Medina.
No obstante, el distinguido gusto del visir por la opulencia familiar de su Palacio quedaría años más tarde eclipsado por los planes expansionistas de su hijo, Ba Ahmed, quien no dudaría, entre 1894 y 1900, en ampliar los limites de su hogar hasta las 8 hectáreas actuales mediante la expropiación progresiva de terrenos colindantes en una operación urbanística digna de una trama corrupta contemporánea. Al fin y al cabo, él era el sultán en funciones de Marruecos y los permisos, así como el oro de las arcas, obedecían a una mera cuestión de voluntad.
Lo cierto es que Ba Ahmed siempre estuvo sobrado de voluntad política. Cuando en 1894 el sultán Hassan I falleció en pleno viaje pacificador por el Atlas, Ahmed, que ejercía al igual que su padre como visir, decidió ocultar la noticia ante el temor de una rebelión entre las tribus de la zona. En concreto, fueron sietes días lo que duró la macabra representación de la normalidad en la caravana; Ahmed firmaba los decretos reales y excusaba la ausencia del sultán por cansancio u otra coartada médica. Pero tras una semana con el cuerpo presente, el olor comenzó a ser una realidad ineludible y finalmente tuvo que anunciar la muerte del sultán a las puertas de Fez, no sin antes asegurarse una posición privilegiada en el nuevo sultanato.
Para ello, puso bajo arresto al hijo mayor de Hassan I y candidato natural al trono, Mulay Mohammed, quien permaneció prisionero en su propia casa de Meknes durante años, y decretó el ascenso al poder de su hermano menor, Abdelaziz, que sólo contaba con 13 años. En connivencia con la madre de este, una esclava del Cáucaso llamada Lalla Raqiya, Ba Ahmed se aseguró de este modo el cargo de sultán regente de Marruecos, completando así el ascenso definitivo al cénit de su poder frente a la pléyade de enemigos que acumulaba en territorio marroquí y fuera de él.
La ampliación del Palacio de la Bahia fue una muestra irrefutable de la preeminencia alcanzada por el nuevo sultán en funciones. Ahmed trasladó la capital del reino a Marrakech y dirigió los asuntos reales desde su casa, que se convirtió en un deslumbrante centro de recepción de líderes tribales, consejeros, militares o diplomáticos europeos. En menos de seis años, las obras dirigidas por el arquitecto andalusí Muhammad al-Mekki dieron lugar a un edificio sin igual compuesto por más de 150 habitaciones, numerosos riads y un hermoso patio de mármol blanco y más de 50 metros de largo, que daba cabida a la numerosa familia de Ahmed, incluyendo sus cuatro esposas y sus 24 concubinas, las cuales eran destinadas a estancias separadas de acuerdo al grado de preferencia otorgado caprichosamente por el “señor de la casa” en una suerte de sistema de promoción meritocrático. No en vano, el nombre del palacio, traducido como “de la favorita”, hace pensar que fue construido en honor a una de las mujeres que pasaron por el harén y logró cautivar de forma especial a Ba Ahmed.
De lo que no hay duda es que este no escatimó en gastos para agasajar a su amante y requirió materiales y artesanos provenientes de distintas regiones del país. Los tres elementos fundamentales de la profusa decoración del palacio fueron el cedro del Atlas, utilizado para los techos y el mobiliario, los azulejos de Tetuán, con los que se revistió las paredes dibujando motivos geométricos al estilo andalusí en azul, verde y rojo, y el mármol de Méknes para el suelo y las inscripciones emplazadas junto a los arcos de los riads, la mayoría de ellas con alusiones e invocaciones a la salud. Al parecer, Ba Ahmed, como todo hombre rico y poderoso, tenía tendencia a la hipocondría, algo a lo que no contribuía su tamaño imponente, razón por la que el Palacio, en contra del estilo arquitectónico árabe, tuviese una sola planta y las puertas fuesen extremadamente anchas.
Sin embargo, de nada le sirvieron los proverbios ni la astucia exhibida durante su regencia, ya que en 1900 falleció en la cama por un brote de cólera, aunque la hipótesis del envenenamiento, como en todos los casos que incumben a personas distinguidas, no resulta descabellado. Más aún dada la premura demostrada por sirvientes, familiares y enemigos en saquear, en tiempo récord, todas las riquezas del Palacio hasta dejarlo en un desangelado vacío, que es como lo hallamos hoy día, en un proceso incluso más súbito que el ascenso a la cúspide de su dueño.
Tras su muerte, el rey Abdelaziz tomó definitivamente las riendas del país, aunque nadie lo tomó en serio. El desgobierno en Marruecos era una realidad que acabaría con la instauración en 1912 del Protectorado francés. De Ba Ahmed no se acuerdan hoy ni los libros de historia, sin embargo su Palacio, a pesar de cierto abandono y de la imposibilidad de ser recorrido en su totalidad, es una de las atracciones más sugerentes de Marrakech. El aroma de los jazmines y los naranjos en flor se mezcla con el chapoteo cadencioso del agua de sus fuentes mientras que la mirada queda enredada en el bosque de los mosaicos policromados, como en una catársis sensorial alimentada por el peso de la historia y la fascinación de la leyenda.

El íntimo esplendor del Palacio de la Bahia se debe a casi medio siglo de construcción en dos etapas a cargo de dos personajes ya olvidados por la historia que, no obstante, desempeñaron una labor trascendental en el Marruecos de la segunda mitad del siglo XIX. No eran reyes ni sultanes, ni siquiera tenían ascendencia noble a la que aferrarse y sus orígenes estaban muy lejos del linaje alaouita (de hecho, eran negros y de familia de esclavos), aún así asesoraron (y regentaron) en calidad de visires a tres generaciones de monarcas marroquíes.
Padre e hijo, con la fruición propia de quien recibe una riqueza y un poder sobrevenidos, no dudaron en exhibir el lustre de una posición alcanzada con astucia y perseverancia, y para ello idearon el palacio más suntuoso de Marrakech. Tanto es así que, más de un siglo después y desprovisto de su mobiliario original, continúa suscitando la fascinación de quien recorre cada una de sus estancias y patios, como transportado a una sugestiva desviación temporal en la que se intuye a tientas la atmósfera sensual y a la vez decadente de sus días de gloria.
La primera fase de construcción del Palacio de la Bahia, por entonces conocido como Dar Si Moussa en honor a su promotor, se llevó a cabo desde 1859 a 1873, años que comprenden el sultanato del alaouita Mohammed IV. Como Gran Visir de Marruecos durante todo este tiempo, podemos imaginar la envidiable salud económica de la que Si Moussa gozó, suficiente como para levantar un monumento doméstico a la megalomanía en pleno corazón de la Medina.
No obstante, el distinguido gusto del visir por la opulencia familiar de su Palacio quedaría años más tarde eclipsado por los planes expansionistas de su hijo, Ba Ahmed, quien no dudaría, entre 1894 y 1900, en ampliar los limites de su hogar hasta las 8 hectáreas actuales mediante la expropiación progresiva de terrenos colindantes en una operación urbanística digna de una trama corrupta contemporánea. Al fin y al cabo, él era el sultán en funciones de Marruecos y los permisos, así como el oro de las arcas, obedecían a una mera cuestión de voluntad.
Lo cierto es que Ba Ahmed siempre estuvo sobrado de voluntad política. Cuando en 1894 el sultán Hassan I falleció en pleno viaje pacificador por el Atlas, Ahmed, que ejercía al igual que su padre como visir, decidió ocultar la noticia ante el temor de una rebelión entre las tribus de la zona. En concreto, fueron sietes días lo que duró la macabra representación de la normalidad en la caravana; Ahmed firmaba los decretos reales y excusaba la ausencia del sultán por cansancio u otra coartada médica. Pero tras una semana con el cuerpo presente, el olor comenzó a ser una realidad ineludible y finalmente tuvo que anunciar la muerte del sultán a las puertas de Fez, no sin antes asegurarse una posición privilegiada en el nuevo sultanato.
Para ello, puso bajo arresto al hijo mayor de Hassan I y candidato natural al trono, Mulay Mohammed, quien permaneció prisionero en su propia casa de Meknes durante años, y decretó el ascenso al poder de su hermano menor, Abdelaziz, que sólo contaba con 13 años. En connivencia con la madre de este, una esclava del Cáucaso llamada Lalla Raqiya, Ba Ahmed se aseguró de este modo el cargo de sultán regente de Marruecos, completando así el ascenso definitivo al cénit de su poder frente a la pléyade de enemigos que acumulaba en territorio marroquí y fuera de él.
La ampliación del Palacio de la Bahia fue una muestra irrefutable de la preeminencia alcanzada por el nuevo sultán en funciones. Ahmed trasladó la capital del reino a Marrakech y dirigió los asuntos reales desde su casa, que se convirtió en un deslumbrante centro de recepción de líderes tribales, consejeros, militares o diplomáticos europeos. En menos de seis años, las obras dirigidas por el arquitecto andalusí Muhammad al-Mekki dieron lugar a un edificio sin igual compuesto por más de 150 habitaciones, numerosos riads y un hermoso patio de mármol blanco y más de 50 metros de largo, que daba cabida a la numerosa familia de Ahmed, incluyendo sus cuatro esposas y sus 24 concubinas, las cuales eran destinadas a estancias separadas de acuerdo al grado de preferencia otorgado caprichosamente por el “señor de la casa” en una suerte de sistema de promoción meritocrático. No en vano, el nombre del palacio, traducido como “de la favorita”, hace pensar que fue construido en honor a una de las mujeres que pasaron por el harén y logró cautivar de forma especial a Ba Ahmed.
De lo que no hay duda es que este no escatimó en gastos para agasajar a su amante y requirió materiales y artesanos provenientes de distintas regiones del país. Los tres elementos fundamentales de la profusa decoración del palacio fueron el cedro del Atlas, utilizado para los techos y el mobiliario, los azulejos de Tetuán, con los que se revistió las paredes dibujando motivos geométricos al estilo andalusí en azul, verde y rojo, y el mármol de Méknes para el suelo y las inscripciones emplazadas junto a los arcos de los riads, la mayoría de ellas con alusiones e invocaciones a la salud. Al parecer, Ba Ahmed, como todo hombre rico y poderoso, tenía tendencia a la hipocondría, algo a lo que no contribuía su tamaño imponente, razón por la que el Palacio, en contra del estilo arquitectónico árabe, tuviese una sola planta y las puertas fuesen extremadamente anchas.
Sin embargo, de nada le sirvieron los proverbios ni la astucia exhibida durante su regencia, ya que en 1900 falleció en la cama por un brote de cólera, aunque la hipótesis del envenenamiento, como en todos los casos que incumben a personas distinguidas, no resulta descabellado. Más aún dada la premura demostrada por sirvientes, familiares y enemigos en saquear, en tiempo récord, todas las riquezas del Palacio hasta dejarlo en un desangelado vacío, que es como lo hallamos hoy día, en un proceso incluso más súbito que el ascenso a la cúspide de su dueño.
Tras su muerte, el rey Abdelaziz tomó definitivamente las riendas del país, aunque nadie lo tomó en serio. El desgobierno en Marruecos era una realidad que acabaría con la instauración en 1912 del Protectorado francés. De Ba Ahmed no se acuerdan hoy ni los libros de historia, sin embargo su Palacio, a pesar de cierto abandono y de la imposibilidad de ser recorrido en su totalidad, es una de las atracciones más sugerentes de Marrakech. El aroma de los jazmines y los naranjos en flor se mezcla con el chapoteo cadencioso del agua de sus fuentes mientras que la mirada queda enredada en el bosque de los mosaicos policromados, como en una catársis sensorial alimentada por el peso de la historia y la fascinación de la leyenda.