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domingo, 1 de marzo de 2015

Los secretos del Vaticano (III)

El Vaticano es, realmente, una Ciudad-Estado que acoge la sede de una de las organizaciones activas más antiguas del planeta. Enclavado en la Colina Vaticana, en el corazón mismo de la ciudad de Roma, el Vaticano constituye junto a Andorra, Liechtenstein, Malta, Mónaco y San Marino el conjunto de "microestados europeos", un apelativo plenamente justificado si se tiene en cuenta que este país, con 44 hectáreas de terreno, tiene prácticamente la misma extensión que el Parque de María Luisa de Sevilla.



En realidad, el Vaticano es un híbrido de ciudad elevada al rango de Estado independiente en el año 1929. Ello le confiere un carácter ciertamente singular que se puede palpar mientras se pasea por su avenida principal, plagada de sedes diplomáticas a ambos lados de la calle.

La Via della Conciliazione es, además de una de las avenidas más famosas del mundo, la visión hecha realidad de Benito Mussolini, el siniestro Duce que gobernó con mano de hierro los designios de la República Social Italiana entre 1943 y 1945 y que retomó la idea de construir una gran arteria que conectara simbólicamente el Vaticano con el corazón de la Ciudad Eterna.

Según narran las crónicas de la época, justo al comienzo de las obras de la gran calle encolumnada, jalonada por esos grandes obeliscos que sirven de soporte a las luminarias urbanas, Mussolini declaró que "en cinco años, Roma debe parecer maravillosa a todos los pueblos del mundo; vasta, ordenada, potente, como lo fue en los tiempos del primer imperio de Augusto".

Y, al menos en el caso del principal acceso al Vaticano, el dictador italiano consiguió su propósito, a tenor del impacto que provoca en el viajero la primera toma de contacto visual con la gran Basílica que mandó levantar Julio II para mayor gloria de Dios y de su polémico pontificado.

Pese a tratarse del segundo mayor templo de toda la cristiandad, su fastuosidad no intimida a quienes contemplan su fachada principal desde Largo Giovanni XXIII, la elegante vía que recuerda la figura de Angelo Giuseppe Roncalli, El Papa Bueno. Sus descomunales dimensiones no se hacen evidentes a simple vista, gracias al refinado equilibrio de sus proporciones, fruto del ingenio de algunos de los mejores arquitectos del momento, como Bramante, Rafael Sanzio, Miguel Ángel o Gian Lorenzo Bernini.

Un poema soberbio de piedra, de belleza incontestable y perenne, moldeado por un instinto arquitectónico de prudencia y armonía que convierte sus exageradas dimensiones en una equilibrada obra de arte.

Al contrario de lo que suele ocurrir con otros templos emblemáticos –como la catedral gótica de Colonia o el mismísimo Duomo de Milán-, la vista no se fatiga con este gigantesco sarcófago que, pese a su innegable suntuosidad, no pierde un ápice de su espiritual grandeza, inimitable en sus medidas y proporciones.

Por ello, merece la pena madrugar para degustar la esencia del Vaticano lejos del bullicio turístico que suele invadir al pequeño microestado cada media mañana. Justo cuando el sol despunta tras la Specola Vaticana –el prestigioso observatorio astronómico desde el que se impulsó el Calendario Gregoriano en 1582-, la Ciudad-Estado comienza a desprenderse de la exquisita serenidad que la anega durante la madrugada y que la convierte en el paraíso de los idólatras del silencio.

En esos primeros instantes de la mañana, lejos todavía del ir y venir de turistas y peregrinos, a salvo también de los grandes fastos que tendrán lugar en el templo o en la propia plaza, es cuando interesa recorrer sus calles más recónditas y tomarle así el pulso a un lugar que rezuma nobleza y esplendor por cada una de sus piedras.

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