El skyline de Roma representa, sin duda, uno de los perfiles urbanos más inconfundibles del mundo. La extraordinaria cúpula que corona la Basílica de San Pedro desgarra el horizonte de la Ciudad Eterna, confiriéndole una personalidad singular e intransferible. La gran obra de ingeniería que alumbró Miguel Ángel Buonarroti a mediados del siglo XVI actúa para el viajero como la baliza definitiva dentro de un mapa mudo monumental.

Desde el peculiar barrio del Trastevere, en pleno centro histórico de la capital italiana, se percibe con nitidez el eco solemne de la Campanone, un bronce fundido situado a algo más de tres kilómetros de distancia y que, con sus casi diez toneladas de peso, consigue atraer acústicamente hasta la Plaza de San Pedro a quienes se hayan inmersos en ese laberinto de calles que se abre sin orden ni concierto junto a la ribera oeste del río Tíber.
Pese a tratarse de una de las capitales más caóticas de Europa, a primerísima hora de la mañana apenas si hay más ruido en las serpenteantes calles del Trastevere que el rumor armónico y solemne del campanario del Vaticano que, de esquina en esquina, convoca a los oficios diurnos a los fieles más madrugadores.
Y si la entrañable Dorothy Gale fue capaz de alcanzar la casa del Mago de Oz siguiendo el camino de baldosas amarillas, el viajero que desee llegar hasta el Vaticano desde la majestuosa Villa Farnesina tan solo deberá dejarse llevar por los sampietrini, ese puzzle de color oscuro que la lluvia parece esmaltar con la llegada del otoño y que, precisamente, toman su nombre de la plaza porticada de San Pedro.
Roma, epicentro de una de las civilizaciones más importantes de la Historia universal, se despereza con el familiar tañido de la campana que pende sobre el reloj de la gran Basílica. Un monumento humano de origen divino que, cada año, congrega a millones de personas ávidas por encontrar sentido a una fe o, incluso, a una forma de vida.

Desde el peculiar barrio del Trastevere, en pleno centro histórico de la capital italiana, se percibe con nitidez el eco solemne de la Campanone, un bronce fundido situado a algo más de tres kilómetros de distancia y que, con sus casi diez toneladas de peso, consigue atraer acústicamente hasta la Plaza de San Pedro a quienes se hayan inmersos en ese laberinto de calles que se abre sin orden ni concierto junto a la ribera oeste del río Tíber.
Pese a tratarse de una de las capitales más caóticas de Europa, a primerísima hora de la mañana apenas si hay más ruido en las serpenteantes calles del Trastevere que el rumor armónico y solemne del campanario del Vaticano que, de esquina en esquina, convoca a los oficios diurnos a los fieles más madrugadores.
Y si la entrañable Dorothy Gale fue capaz de alcanzar la casa del Mago de Oz siguiendo el camino de baldosas amarillas, el viajero que desee llegar hasta el Vaticano desde la majestuosa Villa Farnesina tan solo deberá dejarse llevar por los sampietrini, ese puzzle de color oscuro que la lluvia parece esmaltar con la llegada del otoño y que, precisamente, toman su nombre de la plaza porticada de San Pedro.
Roma, epicentro de una de las civilizaciones más importantes de la Historia universal, se despereza con el familiar tañido de la campana que pende sobre el reloj de la gran Basílica. Un monumento humano de origen divino que, cada año, congrega a millones de personas ávidas por encontrar sentido a una fe o, incluso, a una forma de vida.